la más freak del libro Guinness

miércoles, 16 de diciembre de 2009

Muerte

No hace mucho tiempo comencé a indagarme sobre la muerte, tema que no suele abordarse muy comúnmente… tal vez porque cause miedo, de hecho tengo entendido que no muchos se animan a tratarlo porque lo consideran una manera de invocarla, llamarla. Pero como es de esperarse, en mi opinión, si la muerte es algo de lo que no se habla habitualmente es porque es un tema bastante profundo, demasiado para la actual levedad de las mentes.
Aún existe el amor, sea cual fuere la forma en que se exprese ahora, pero sólo hasta que la persona amada perezca. Pues entonces pasa a no ser más que un cadáver, un manojo de órganos y demás componentes biodegradables en potencial estado de putrefacción. Hasta el punto de dar asco. Nada conserva ese cuerpo muerto de lo que fue la persona en cuestión.
Pero las actitudes hipócritas no culminan ahí: en lo que a la despedida respecta, lo más apropiado es hacerlo manteniendo el cadáver en un habitáculo de madera cerrado, en lo posible, cuanto menor el contacto, mejor, de otra manera podría causar repulsión. Sí, así es como se merece ese ingrato, por estar haciendo sufrir a aquellos que lo amaban. En el mejor de los casos, se queman los restos, sin previa despedida: es preferible que esto sea lo más rápido posible. Y en cuanto a las cenizas, lo más conveniente es deshacerse de ellas: resulta morboso conservarlas y aún más, darle valor.
Luego de sufrir la pérdida del “ser querido” es necesario olvidarlo lo antes posible, nadie quiere tener ese mal recuerdo latente en la mente, ni siquiera por minutos. Para esto se recurre a diversas formas de evasión que los “dolientes” llaman “distracción”. Por ejemplo es muy común realizar un viaje para “distraerse” o salir a dar un paseo, conocer gente, o cualquier tipo de actividad para no estar pendiente de aquél mal trago que nos hizo pasar ese maldito finado. Una vez terminado el período de evasión, es decir, cuando ya es seguro que el desagradable momento quedó bien digerido en el inconsciente (por no decir en el olvido), cuando ya no quedan más rastros de recuerdos de la situación inhumana por la que se ha atravesado, uno puede continuar con su vida normal de todos los días, como si nada hubiera sucedido, ni siquiera como si el cadáver en cuestión hubiera tenido vida alguna vez; es menester no recordar ningún momento pasado vivido con aquel ser, pues podría resultar estresante, desagradable, perjudicial o el adjetivo descalificativo que mejor considere cada uno.
Una muerte, un problema, una situación incómoda. Lo que yace en esa urna no es un ser amado, sino restos de un cuerpo inmundo sin vida, cuando no, un medio de acceso a propiedades, bienes y demás susceptibilidades de herencia. Pero no me objeten tanto, no. Convengamos bien una cosa: quien bese al finado con los labios del amor más puro, quien sostenga su mano helada con la esperanza de entibiarla inútilmente, quien derrame a su lado el último llanto, el sollozo más doliente, el que viene de un alma en pena, ése será culpable de morbo, mas no quien pueda habitar sin la más mínima inquietud, su hogar, ni quien se atreva a utilizar sus pertenencias, ni quien con avaricia se deshaga de sus posesiones… No, ése sólo se hace cargo de lo que queda, y se dividen los bienes con una atmósfera viciada de un hediondo aire de hipocresía, con la máscara de dolor puesta sobre una mirada llena de avaricia: el vacío que supone la pérdida de un ser amado, es fácilmente reemplazado por sus bienes materiales, así de superficial, así de desgarrador. De esta manera, nada queda afuera de la mitad del vaso lleno, todo tiene su lado positivo: los afectados son indemnizados con las posesiones del muerto, así da gusto participar de una muerte. Tal vez algunos sufran, pero “sarna con gusto no pica” dice el refrán. Y de esta forma, todo tiene un final feliz. ¡Pobre de aquél que perezca sin poseer nada a su nombre! Ese será digno de repudio, pues sólo muere para generar desasosiego… ¡Sin recompensa! ¡Qué canalla!
Se pierde un ser amado: más espacio para los que aun continúan con vida, un gasto menos, una preocupación menos. ¿Y el que lo recuerde y lo traiga a la memoria con amor? ¡Ah! Ese será calificado de morboso, ¿Y el que lo nombre con frecuencia y eleve oraciones a Dios por la protección de su alma? ¡Ah! Ese sí que es un traicionero de la vida, no es suficiente señalarlo de morboso, de seguro esa persona necesite ayuda psiquiátrica porque aun no ha superado la pérdida del ser querido (cosa que los demás han logrado en sólo un par de días).
“La vida continúa” y con esto se apacigua el dolor, una frase que reconforta, porque no hay nada que se pueda hacer. Las heridas duelen pero pronto se cierran, las cicatrices se dejarán ver pero tal vez luego ni se recuerde cual fue su causa o, con suerte, se borrarán rápidamente. Y esto deja en evidencia un trasfondo de hipocresía, sólo se limitan a esperar que las heridas cicatricen, que la sangre se coagule, y aguardan con resentimiento, con rencor… ¡En vez de llevar en el corazón llagas eternamente ardientes, latentes que se manifiesten en reivindicación por el amor al ser que ya no está, por el amor que queda sin poder expresarse! ¿Qué dolor más grato que el que se sufre por la persona amada? ¿Acaso no es este el sentimiento más sublime que se puede sentir? ¡Ah! Un dolor que viene de lo profundo del alma no se cura desde el exterior del cuerpo ¿o acaso el fuego más indómito se apaga desde las superficies de las llamas? Pues es este el consejo que les doy a los que utilizan coagulantes para cerrar sus heridas más rápido y buscan distraerse: si tu herida se cierra, vuélvela a abrir y que permanezca como una llaga, que no sangre, pero que arda con exquisito fervor, ¡pues ese es el dolor que se regocija en el amor al ser perdido!.

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